Creo que no he conocido tantos CEO en mi vida cómo en los últimos dos años. Reconozco que es un término que suena bien. Bueno, que más bien suena a “todo”. Es el top y a la vez la indefinición máxima. ¿Tú qué eres? CEO de tal. ¿Qué pone en tu LinkedIn? CEO de cual. Vale, pero en realidad, ¿qué haces?… Porque hasta antes-de-ayer los CEOS existían en EEUU, y aquí nos entendíamos con palabras también grandilocuentes -que el puesto lo merece- pero menos cool y más aclaratorias como Presidente, Director Ejecutivo, Consejero Delegado, Fundador…
Es más, ahora hay quien se enmarca dentro de la definición laboral de “CEO y Consejero Delegado” todo a la vez (estad atentos a LinkedIn, y los encontraréis). En fin, que no es que tenga nada en contra del término (para aclarar, un CEO es un chief executive officer; es decir, un ‘oficial ejecutivo en jefe’ u ‘oficial superior’. ¿A que traducido ya no suena tan bien?), ni que comparta el pensamiento de mi querida Real Academia Española de la Lengua, que desaconseja el uso del término CEO en español para referirse al puesto de director ejecutivo (la Fundación del Español Urgente recomienda usar consejero delegado o primer ejecutivo, en lugar de las siglas en inglés).
Pero… sí pienso que con más frecuencia de la deseada se utiliza como cajón desastre detrás del cual todo cabe. En una empresa de un solo empleado, tú eres el CEO. Mola, ¿no? Y si tienes 24 años y te defines como CEO, es que debes ser un crack profesional. Hum…. Y los habrá, seguro. Y cierto es que en el emprendimiento y con los e-commerces este tipo de perfiles proliferan. Y está bien así sea. Pero creo que es un término que se usa con demasiada alegría y no tanta justificación profesional avalada detrás.
Jefe malo = malos resultados
En realidad no hay que “subir” tan alto para encontrarse con personas que están a años luz -“experiencialmente” hablando- del cargo que ocupan. Cuántos directores -e incluso cargos medios- conoceréis que ostentan el título, pero a los que se les queda demasiado grande el puesto. Que parecen haber caído “ahí” empujados por una mano enemiga de la propia empresa, como un infiltrado destructor de la competencia, aunque le hayan designado otros de más arriba. Porque el daño que hace un mal directivo/jefe es de todos conocidos (sobre todo en lo que más le puede doler a un CEO: un mal director es una especie de agujero negro económico que a medio plazo todo lo engulle y nada devuelve) y no hace falta incidir más en ello. Si googleas “mal jefe” te saltan la friolera de ¡32.200.000 resultados! Glups. Por si acaso lo necesitaras, te dejo unos títulos de libros talentsolucionadores: “Buen jefe, mal jefe” de Robert I. Sutton (Conecta), y uno ya antiguo pero que no pierde vigencia: “Érase una vez… jefes, jefazos y jefecillos” de Juan José Almagro (Pearson). Y si estás en un punto en el que prefieres reir a indignarte, alquílate “Cómo acabar con tu jefe” 😉
¿El mejor medidor? Pasar por los estamentos previos
No digo que haya que tener una media de 50 años para ejercer ciertos puestos bien, pues para nada la edad tiene porqué ir aparejada al savoir-faire. Y hay grandes talentazos y mentes jóvenes por ahí sueltos.
Pero lo que sí es un medidor indiscutible de que alguien puede estar preparado para dirigir bien, es el que haya pasado por los estamentos previos a ese cargo.
Sobre todo es bueno tener en cuenta ese medidor cuando de dirigir equipos se trata. Por lógica, quien haya pasado por puestos anteriores, no solo sabe en qué consiste el trabajo de las personas que tiene por debajo (y por lo tanto sabe cómo deben hacerse las cosas para alcanzar los objetivos deseados; se rodea de un equipo competente para ello -no por afinidades personales, sino profesionales-; no tiene miedos ni como consecuencia de ellos miserias; delega, y se dedica a su propio proyecto, lógicamente “mayor”. No practica el microliderazgo), sino algo aún más importante: sabe cómo se sienten los empleados, cuáles son las problemáticas que pueden surgir, a los retos que se enfrentan, sus dificultades, capacidades de logros, etc. Es decir, puede desarrollar su empatía, empujarles, ayudarles, ofrecerles herramientas para que crezcan y mejoren. Potenciar las capacidades del equipo, y con ello auparse a sí mismos y los beneficios de la empresa. O sea, practicar el liderazgo emocional.
El error no sólo parte de quien propone, sino de quien acepta. Está bien asumir nuevos retos, crecer profesionalmente, bla, bla. Defiendo todo eso a muerte. Pero cuando algo se te queda muy, pero que muy grande, y tú lo sabes… di no. Date el tiempo necesario para estar preparado (¡y prepárate!), porque al cabo de un tiempo se destapará (no solo para los de abajo, que se dieron cuenta desde el primer momento, pobres) sino para los de arriba, que eres un bluf. Y las noticias y reputaciones en según que esferas (cuanto más altas peor, pues más pequeños son los círculos) corren como la pólvora. Un trabajo mal hecho por falta de preparación/capacidad, te cerrará con toda lógica más puertas en el futuro. ¿Merece la pena?
Como dice Jon Gordon (autor de “Prohibido quejarse”) en su nuevo libro, “La semilla” (Empresa Activa), una fábula sobre cómo darle sentido a la vida y el trabajo que, quitando la parte religiosa si no eres hombre/mujer de fe, está entretenido: “Hay un momento y una estación para cada cosa”.
Mejor no tener prisa ni engañarse a uno mismo para que, cuando nos llegue el momento, seamos capaces de hacerlo realmente bien. Tiempo tendremos de ser directores, presidentes ejecutivos, consejeros delegados (o vale, CEO) si eso es lo que deseamos. Pero por favor, por el bien de todos y el de uno mismo, que nos pille preparados.