Lo que un indio quechua y un knowmad tienen en común

De piel morena, cabello oscuro, tórax fuerte y ojos achinados, con una edad indefinida entre los treinta y tantos /cuarenta y pocos, Valentino es de esa clase de personas que da un abrazo al despedirse pero también cuando te encuentra por vez primera. Cuarto de once hermanos y sobrino de quince -aunque padre por ahora de dos- es originario de un pequeño pueblo de la serranía del Perú, no demasiado alejado de Cuzco pero sí lo suficiente para que aprendiera a hablar castellano hace tan solo unos años. Valentino es un quechua. Así se me presentó.

Tuve la grandísima suerte de que fuera mi conductor a la vuelta de la excursión al Machu Picchu (hay que poner este lugar en la lista de deseos), en el trayecto de dos horas que va desde Ollantaytambo hasta Cuzco. Como había caído el sol y no podía distraernos -o distraerme- la belleza del paisaje, nos tocó centrarnos en las vidas el uno del otro. Con él aprendí que todavía esta población indígena, heredera de la tradición inca, realiza un ritual de respeto a sus dioses Apus (las montañas) antes de empezar la jornada en el campo; también supe que no sólo riegan el suelo con estas bendiciones sagradas, sino que riegan sus cuerpos diariamente con licor (tomando, como dicen allí) para aguantar la jornada, lo que hace que el nivel de alcoholismo -ya parece que remitiendo- compita en altura con esas montañas preandinas (entre 3.300 y 3.800 metros sobre el nivel del mar) que les da el sustento.

 

La última generación en aceptar los matrimonios concertados fue la de su madre, a quien sus padres casaron siguiendo una tradición singular, que en parte aún se mantiene. Cuando los padres de familia escogen a quién quieren de novia para su hijo, se presenta toda la familia a las tres de la madrugada en la casa de la familia a quien quieren pedir en matrimonio. Se acercan montando ruido, algarabía, despertando a los perros (todos tienen, también las ciudades acogen a decenas de canes abandonados), gritando quiénes son y lo que quieren. Si la familia de la novia los rechaza, sencillamente no abren la puerta. Si aceptan, invitan a pasar a la familia y toman juntos las viandas que estos traen consigo. Y entonces… encierran a hijo e hija en la habitación de ella, con candado, durante 24 horas. Es su manera de sellar el acuerdo. A partir de aquí comienza la elaboración de la boda, en la que todo el poblado participa y que consiste básicamente en construir una casa para los novios. El día de la boda el banquete se compone de sopa de cordero y guiso de kui. Un tipo de conejo que por cierto era ya sagrado en la época de los incas, pues solo lo comían las familias ricas y que en la niñez de Valentino se servía solo en los cumpleaños, pero por una cuestión de escasez y de dieta a base de maíz. Los regalos consisten en un poncho para él y una manta tejida a mano para ella -con la que acarrear al primer niño a  la espalda- además de tejas, adobe… y sobre todo mano de obra. Todos participan en la construcción del nuevo hogar, bajo el lema “hoy por ti mañana por mí”.

 

Valentino también me contaba, entre risas, cómo sus caramelos de infancia consistían en que toda la pandilla robara azúcar a sus madres por turnos, para quemarlo en una lata después y volcar el líquido en piedras planas, que poder chupar en una especie de piruletas caseras. Dormía junto a todos sus hermanos sin cama ni colchón, directamente sobre la piel de oveja, y cuando enfermaba por gripe la cura consistía en que se le bañara -y dejara en reposo toda la noche- en su propio orín mezclado con agua. Sin duda, son fuertes. Quizá sea porque, como me explicaba, las madres quechua creen hacer más robustos a sus retoños de esta manera: envuelven a sus hijos recién nacidos en una especie de mortaja de tela, y no les dejan salir aunque protesten porque quieran moverse, hasta bien entrados los meses.

 

Supongo que aún se reirá de mí cuando se acuerde de la pregunta que me fue imposible evitar hacerle, sobre si las cholas (las típicas mujeres con falda a media pierna, manta de colores, dos trenzas y sombrero) se teñían el pelo. Sí, lo sé… Pero es que aún alucino con esas mujeres de 60, 70 u 80 años con largas cabelleras negras como ala de cuervo, sin una cana. Si trabajara en un laboratorio de L’Oreal Professionnel ya estaría allí sacando muestras de su ADN. Me gané su carcajada. Y su aclaración de que además de genética, el truco estaba en no comer animales ni frutas de pelo blanquecino.

 

Cuando llegó mi turno, y quiso saber el motivo de mi visita en solitario a Perú, le expliqué que había ido a su país (a Lima en concreto) por trabajo, para dar unas conferencias como invitada por la Universidad del Pacífico (mil gracias Karen Santillán por invitarme y a todos los asistentes por vuestra generosidad al acompañarme, por vuestro interés en el tema y palabras dedicadas; ha sido un honor. Y a LID Editorial y el Club Empresarial por acoger la presentación de mi libro, junto a todos los directivos con los que compartí desayuno), y había decidido ya que estaba allí hacer una mini escapada para conocer los Andes y el Machu Pichhu. Cuando me preguntó sobre qué trataban las conferencias, reconozco que por unos segundos me bloqueé. Mi cabeza se puso rápidamente a trabajar para poder dar una respuesta que no resultara marciana, y poder explicarle el concepto de futuro del trabajo y los knowmads siendo consciente de cómo su infancia, adolescencia y gran parte de adulto estaba a años luz de mi experiencia vital, no digamos ya laboral. Pero, al igual que él me había hablado desde la naturalidad y sin prejuicios, tampoco esperándolos por mi parte, lo suyo era corresponder de la misma manera.

 

Así que, en versión XS (por suerte venía de dar tres ponencias largas en Lima, con lo que me gusta hablar de este tema) le expliqué sobre el concepto knowmad. Su respuesta me sorprendió por lo genial: “entonces los knowmads y nosotros tenemos en común lo colaborativo, el apoyarnos como sociedad (le había explicado sobre la economía colaborativa y la importancia de lo social, de compartir, del trabajado en red y el soporte de la comunidad). ¿Sabes que todavía vienen los chunchos (indios del Amazonas) una vez al año para intercambiar sus productos por los nuestros? Ellos traen las frutas de la selva y nos lo cambian por maíz y otras cosas que plantamos aquí”. No, no lo sabía. Y sí, de alguna manera la esencia del ser humano se mantiene intacta porque nada conseguimos -con o sin punto cero mediante- yendo en solitario, y todo somos capaces de alcanzar cuando nos apoyamos en los demás.
Gracias Valentino, allá donde estés, por tu trueque de conocimiento.

 

Feliz semana.

 

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