Hace unos días, en una gran conversación post barbarcoa entre amigos -músicos algunos de ellos- salió un tema que me trae hoy a este post. Navegando entre la nostalgia propia de quienes nos hacemos un poquito más mayores, el “cualquier tiempo pasado fue mejor” tan inherentemente humano, y también mucho amor y respeto por los “objetos” poseídos y disfrutados en otro tiempo, salió a debate el que si los jóvenes -más jóvenes 🙂 – de ahora no disfrutaban y apreciaban tanto la música como lo hacíamos nosotros cuando el acceso a la misma estaba limitado.
Cuando te tocaba ahorrar durante meses para poder comprarte ese vinilo del grupo del momento; esa sensación -una vez reunido al fin el dinero- de ir a la tienda y pasarte un montón de rato revolviendo entre los discos (aunque sabías que solo podrías llevarte uno); hacerlo además en compañía de tus amigos como un plan social más; y una vez ya en casa, practicar el ritual de sacarlo de la carátula, pasarle el trapito quita polvo, colocarlo delicadamente en el tocadiscos, poner la aguja y hacer que sonara una y otra vez….
Y una y otra vez… Y una y otra vez…
Porque aunque de todo el LP solo te gustaran un par de temas (cosa que no sabías hasta que te habías dejado el dinero en él), ¡te lo tenías que escuchar entero! Por no hablar de ese papel semi transparente en el que estaba envuelto el disco, que siempre se arrugaba cuando lo querías meter de nuevo en su funda y ponía a juego nervios y paciencia de cualquiera. Y la aguja… Qué experiencia memorable tener rayado el disco y que el tema saltara en su momento álgido y te obligara a saltar a ti también de donde estuvieras para solucionarlo y no quedarte medio loco (o rayado, ¿supongo que de ahí vendrá la expresión?). Por algo entre las grandes frases de terror de la época están “En ocasiones veo muertos”, “Freddy viene por ti” y “Que le den la vuelta al disco” de los Payasos de la tele.
Por no hablar de las cintas de música… Oh, qué invento tan malo. Las grandes chapuzas musicales de corta y pega, grabo y regrabo canciones encima de la misma cinta directamente de la radio se hicieron todas en los años 90. Normal que esa década fuera el boom de los remixes más cutres de la historia musical. Por no hablar de… Sí, eso que estás pensando: la cinta se sale, la radio se come un montón de metros (cuánta cinta podían llegarse a “tragar” los aparatos de entonces y lo que tardabas en darte cuenta), y ala: a darle con el boli bic para rebobinar. Cuando te pasaba en el coche… ¡Uf! Y cómo eran esos reproductores de cintas (los walkman) ¡que pesaban un montón! Las esponjitas de los cascos además siempre se perdían y se te clavaban en las orejas…
Hoy: todo el universo musical disponible lo tenemos en el móvil en Spotify, con las canciones que realmente te gustan rigurosamente seleccionadas en cómodas Play Lists, con sugerencias además para descubrir nuevos artistas y usando cascos inalámbricos de última generación… No way. Efectivamente, no soy nada nostálgica (o poco romántica si quieres) con los aparatos/objetos del pasado y sí fan -por analogía musical- de la evolución tecnológica (y de la evolución de todo lo que en general nos haga más cómoda la vida).
Eso sí, todo mi respeto a quien ejerce su romanticismo vintage y por supuesto a los músicos de ahora y entonces (sin vosotros bajaría en muchos tonos el pantone de la vida).
Es posible -dejo abierto el debate- que este magnífico (se me escapan los adjetivos subjetivos) acceso a casi todo tenga como consecuencia una disminución en la capacidad de apreciar el valor de las cosas; dicen que apreciamos más lo que nos cuesta conseguir. Pero creo que en esto como especie somos un poco tontos, porque una vez conseguido lo que sea rápidamente lo dejamos de apreciar, y a por lo siguiente. Y desde luego mucho de verdad hay en que vivimos en una sociedad de consumo instantáneo, de usar y tirar, de reemplazo casi sistemático. Se nos olvida poner el freno para saborear mejor el presente. Pero particularmente… hacia atrás ni para coger impulso, al menos tecnológicamente hablando; es curioso cómo el recuerdo que yo tengo de aquel entonces, más que de la música en sí (a excepción de los conciertos) es de lo que ahora llamamos “experiencia de usuario”.
Y ésta ha mejorado de manera radical.
Ya seamos más o menos nostálgicos, más o menos adaptables al cambio, hay un concepto que merece la pena contemplar por cómo puede afectarnos a nuestra evolución (o involución) profesional: la aversión a la pérdida. Conocerlo puede ayudarnos a apreciar lo que está por venir y no sólo lo que ya pasó.
¿Qué es la aversión a la pérdida?
Según Amos Tversky y Daniel Kahneman, quienes introdujeron el concepto en 1984 por vez primera, es la tendencia que tenemos todas las personas a evitar las pérdidas a toda costa, incluso antes que obtener beneficios. Como explica el propio Premio Nobel de Economía (Kahneman) en su libro Pensar rápido, pensar despacio: las pérdidas son dos veces más potentes psicológicamente que las ganancias. Por ejemplo, en un mismo juego nos fastidiará y recordaremos mucho más los 100 euros que perdimos frente a los 1000 que ganamos. De ahí que nos pueda el temor al riesgo y la posibilidad de perder (algo) frente a ganar (más).
Resumiendo: preferimos no perder antes que ganar.
En lenguaje coloquial: mejor malo conocido que bueno por conocer
*aversión que por cierto se usa bastante en neuromarketing porque ayuda a vendernos un montón de productos.
Y esto, ¿cómo nos afecta en el trabajo?
Como ocurre en casi todas las áreas de la vida, los seres humanos buscamos puntos de referencia que nos sirven de base y eje para orientarnos. Buscamos pautas, sistemas, rutinas, pensamientos, creencias… que a fuerza de repetir se interiorizan y convierten en puntos cardinales que nos dan estabilidad, seguridad. Seguir la misma ruta de casa-trabajo/ trabajo-casa todos los días, tener “mi” mesa con “mis” cosas en la oficina, tomar el café -a la misma hora- con los compañeros de siempre, chequear el correo a las 9:00 h, la reunión de equipo a las 17:00 h… Basta que le dediquemos un momento para sacar una lista enorme de cosas que hacemos siempre igual, que la empresa hace siempre igual, que los demás -creemos- esperan que hagamos siempre igual (desde detalles rutinarios sin importancia hasta formas de entender la organización del trabajo y de tratar a los demás que pueden ser mucho más dañinas).
Por eso, cuando estas cosas desaparecen, o nos piden que las cambiemos, o nos damos cuenta nosotros mismos de que necesitamos cambiarlas, nos encontramos perdidos, vulnerables e inseguros. Cuando perdemos los puntos cardinales, los ejes de referencia, entra en escena la aversión a la pérdida, que tiene el peligro de:
1. Dejarnos anclados en el dolor, enfado, rechazo, ansiedad por aquello que perdemos (a lo que estábamos acostumbrados) y la propia “pereza” de tener que entrar en acción para aprender/hacer algo nuevo. Esto a su vez entraña el riesgo de:
2. Atraparnos en la zona muerte, que es la zona de confort. O zona de no cambio (pues no cambiar hoy es extinguirse).
Nos pesa más psicológicamente lo que nos han “quitado” o perdemos (la vieja manera o costumbre de hacer las cosas) en el corto plazo, lo que nos impide ver con optimismo los beneficios que podremos obtener en el futuro con la nueva forma de hacer (evolución en la manera de trabajar: autogestión, flexibilidad, competencias digitales, nuevos procesos organización, cambio de espacios, etc.)
Dicho de otro modo: cuando acabamos de sufrir una pérdida reciente (lo que ya tenía “seguro” y por tanto me daba “estabilidad”) nos cuesta ver un futuro positivo pues significa adentrarse en lo desconocido e inestable.
Pero, como bien sabemos, el presente-futuro del trabajo se mueve y moverá entre olas de cambio, incertidumbre e inestabilidad. La pérdida real, la que dolerá de verdad, no estará en lo que dejemos atrás sino en lo que no seamos capaces de proyectar y conseguir.
Si hay que tener alguna aversión, que sea a todo lo que perderemos si nos quedamos rezagados.
¡Feliz semana!